Sin
perdón
Les
di veinte forintos a los dos enfermeros que lo colocaron en la camilla y lo
bajaron a la ambulancia. También en la clínica di veinte a cada una de las
enfermeras, a la diurna y a la de noche, y les pedí que lo cuidaran. Dijeron
que no me preocupara, que ellas cada media hora se iban a asomar a verlo,
aunque por suerte el paciente no estaba inconsciente. Al día siguiente era
domingo, así que pude ir a visitarlo. Seguía estando consciente, pero ya casi
no hablaba. Por el paciente de la otra cama me enteré de que las enfermeras no
aparecieron ni una sola vez, lo cual no era de extrañar, porque entre las dos
tenían que atender a ciento sesenta enfermos. Los médicos tampoco lo habían
examinado: dijeron que el lunes lo revisarían en detalle. Eso siempre es así,
dijo el vecino, cuando el enfermo ingresa el sábado al mediodía.
Salí
al pasillo y busqué una enfermera, pero no encontré a ninguna de las del día
anterior. Después de mucho buscar, logré dar con la que estaba de guardia.
También le di veinte forintos, y le pedí que le echaran una mirada de vez en
cuando a mi padre. Hubiera querido encontrarme también con el médico. Todavía
en casa había metido un billete de cien forintos en un sobre, pero la enfermera
me dijo que al médico lo habían llamado para una transfusión a la sala de las
mujeres. Que podía confiar en ella, hablaría con él. Regresé a la sala de los
enfermos, donde el vecino me tranquilizó diciendo que seguramente el médico de
guardia no tendría tiempo de examinar a los enfermos, así que era mejor que no
le hubiese podido entregar el dinero. De todas maneras solo al día siguiente
vendrían los especialistas, ellos ya tendrían tiempo de ocuparse de él.
-¿Necesitas
algo? -pregunté.
-Gracias,
no necesito nada.
-Te
traje algunas manzanas.
-Gracias,
no tengo hambre.
Me
quedé sentado una hora más junto a su cama. Hubiera querido conversar con él,
pero ya no sabía de qué. Un rato después le pregunté si le dolía algo. Dijo que
no. De manera que tampoco le pude hacer más preguntas en cuanto a eso.
Estuvimos callados todo el tiempo. La relación entre nosotros era púdica y
reservada, hablábamos solo de hechos. Pero los hechos que ayer todavía
hubiéramos podido mencionar, para hoy perdieron importancia y se convirtieron
en nada. De sentimientos nunca intercambiamos palabra.
-Entonces
me voy -le dije después.
-Anda,
hijo -contestó.
-Mañana
vendré y hablaré con el médico.
-Gracias
-dijo.
-El
especialista solo viene por la mañana.
-No
es tan urgente -dijo, y su mirada me acompañó hasta la puerta.
A
las siete de la mañana me llamaron para decirme que había muerto durante la
noche. Cuando entré en la 217, en la cama ya había otro en su lugar. Su vecino
me tranquilizó, diciendo que no sufrió nada, solo suspiró levemente y ese fue
el final. Sospeché que quizás el vecino no decía la verdad, porque se me
ocurrió que en su lugar yo también hubiera dicho lo mismo, pero luego intenté
convencerme de que no me había engañado y que de verdad mi padre había muerto
sin sufrir.
Tuve
que cumplir muchas formalidades. En la oficina de admisión se me acercó una
enfermera, pero no era ninguna de las del sábado, ni tampoco la que estaba de
guardia ayer, sino una que no había visto hasta entonces, la cual me entregó el
reloj de oro de mi padre, sus lentes, su billetera, su encendedor y la bolsa
con las manzanas. Le di veinte forintos y seguí dictando los datos. Luego se me
acercó un hombre con gorra de cuero y se ofreció para lavar, afeitar y vestir
el cuerpo. Fue él quien lo dijo así, “el cuerpo”, con lo cual seguramente quiso
hacer sentir que, aunque la persona en cuestión ya no vivía, no sería
totalmente un cadáver hasta que no fuese lavado y vestido.
Aún tenía conmigo los cien forintos metidos en el sobre. Se los entregué. Rasgó el sobre, miró adentro y luego, con un gesto rápido, se quitó la gorra y ya no se la volvió a poner más en mi presencia. Dijo que iba a arreglar todo muy bonito, que mandase un traje y ropa interior limpia, que con toda seguridad yo iba a quedar conforme. Le respondí que por la tarde vendría con la ropa interior y con un traje oscuro, pero que ahora quería ir a verlo.
Aún tenía conmigo los cien forintos metidos en el sobre. Se los entregué. Rasgó el sobre, miró adentro y luego, con un gesto rápido, se quitó la gorra y ya no se la volvió a poner más en mi presencia. Dijo que iba a arreglar todo muy bonito, que mandase un traje y ropa interior limpia, que con toda seguridad yo iba a quedar conforme. Le respondí que por la tarde vendría con la ropa interior y con un traje oscuro, pero que ahora quería ir a verlo.
-¿Quiere
ver el cuerpo? -me preguntó, asombrado.
-Quiero
verlo -dije.
-Sería
mejor después -me aconsejó.
-Quiero
verlo ahora -dije-. No pude estar a su lado cuando murió.
A
regañadientes me condujo al depósito de cadáveres, que estaba en un edificio
aparte, en el centro del parque de la clínica. El sótano estaba iluminado con
una bombilla muy fuerte y había que bajar por unas escaleras de piedra. Ahí,
sobre el asfalto, al pie de las escaleras, estaba tendido boca arriba mi padre.
Sus piernas abiertas, los brazos también, tal como pintan en los cuadros a los
héroes muertos. Pero él no tenía ropa y de una de sus fosas nasales sobresalía
un pedacito de algodón y había otro pegado a su muslo izquierdo. Seguramente
ahí había recibido la última inyección.
-Ahora
todavía no puede verse nada -dijo el de la gorra de cuero, como justificándose.
Se mantuvo a mi lado, ahí en el helado sótano, con la cabeza descubierta-. Pero
tendrá que verlo cómo va a quedar cuando lo vista.
No
dije nada.
-¿Pasó
mucho tiempo enfermo? -preguntó después.
-Mucho
-dije.
-Estoy
pensando -dijo- en que voy a cortarle un poco el cabello. Eso contribuye
bastante.
-Como
quiera -dije.
-¿Se
peinaba con la raya al lado?
-Sí
-dije.
Se
calló. También yo me mantuve callado. Ya no podía decir nada, ni podía hacer
nada, ni podía dar dinero a nadie más. No podía remediar nada, ni siquiera
mandándome enterrar vivo a su lado.
El
hogar
La
niña solo tenía cuatro años. Sus recuerdos, probablemente, ya se habían
desvanecido, y su madre, para concienciarle del cambio que las esperaría, la
llevó a la cerca de alambre de espino; desde allí, de lejos, le enseñó el tren.
-¿No
estás contenta? Ese tren nos llevará a casa.
-Y
entonces ¿qué pasará?
-Entonces
ya estaremos en casa.
-¿Qué
significa estar en casa? -preguntó la niña.
-El
lugar donde vivíamos antes.
-¿Y
qué hay allí?
-¿Te
acuerdas todavía de tu osito? Quizás encontremos también tus muñecas.
-Mamá,
¿en casa también hay centinelas?
-No,
allí no hay.
-Entonces,
de allá ¿se podrá escapar?
El
conductor
József
Pereszlényi, desplazador de materiales, se detuvo con su coche Wartburg,
matrícula número CO 75–14, junto al kiosco de periódicos de la esquina.
–Deme
un Noticias de Budapest.
–Lamentablemente
se agotó.
–Deme
uno de ayer, entonces.
–También
se acabó. Pero casualmente tengo ya uno de mañana.
–¿También
ahí aparece la cartelera del cine?
–Eso
sale todos los días.
–Entonces
deme ese de mañana –dijo el movilizador de materiales.
Se
volvió a sentar en su coche y buscó la programación de los cines. Después de un
rato encontró una película checoslovaca –Los amores de una rubia– de la que
había oído hablar elogiosamente. La proyectaban en el cine Cueva Azul de la
calle Stácio, a partir de las cinco y media.
Justo
a tiempo. Todavía faltaba un poco. Siguió hojeando el diario del día siguiente.
Le llamó la atención una noticia acerca del desplazador de materiales József
Pereszlényi, quien, con su coche Wartburg matrícula CO 75–14 se desplazaba con
una velocidad mayor a la permitida por la calle Stácio, y no lejos del cine
Cueva Azul chocó de frente con un camión. El descuidado conductor murió en el
acto.
“¡Quién
lo diría”, pensó Pereszlényi.
Miró
su reloj. Ya pronto serían las cinco y media. Guardó el periódico en el
bolsillo, se puso en marcha, a una velocidad mayor de la permitida, y chocó con
un camión en la calle Stácio, no lejos del cine Cueva Azul.
Murió
en el acto, con el periódico del día siguiente en el bolsillo.
In
memoriam Dr. KHG
—Hölderlin
ist ihnen unbekannt?* —preguntó el Dr. KHG mientras cavaba el foso para el
cadáver de un animal reventado.
—¿De
quién habla? —preguntó el centinela alemán.
—Él
escribió el Hiperión —explicó el Dr. KHG, que le gustaba mucho
explicar—. La figura cumbre del romanticismo alemán. Y a Heine, por ejemplo,
¿lo conoce?
—¿Quiénes
son esos? —preguntó el centinela.
—Poetas
—dijo el Dr. KHG—. ¿Tampoco le suena el nombre de Schiller?
—Sí,
me suena —dijo el centinela alemán.
—¿Y
el nombre de Rilke?
—También
—dijo el centinela alemán y se puso colorado como un pimiento, y le pegó un
tiro, sin más, al Dr. KHG.
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